
DE AMOR Y OTRAS SUSTANCIAS TÓXICAS
2022
19 años. Tan solo teníamos 19 años. Éramos unos niñatos. Pero nos creíamos los dueños del mundo. Agustín y yo nos conocimos en aquella época donde la palabra homosexual – y todos sus sinónimos, incluso los despectivos – dejaban de ser tabú. La televisión ya nos mostraba más reales y menos caricaturas. En las calles podías ver hombres cogidos de las manos y mujeres besándose con cariño en alguna esquina. Quizás por eso, mis padres no hicieron un gran espectáculo cuando se enteraron de que era gay. O quizás porque ellos ya lo sabían y lo habían asumido hacía años. Sin embargo, los padres de Agustín preferían no enterarse a ciencia cierta.
Las fiestas, bares y discotecas de ambiente estaban en su apogeo máximo, en aquella época donde las noches comenzaban a ser también del público gay. El barrio rosa de la ciudad era una pasarela donde hombres y mujeres, de todas las edades, colores y sabores pululaban buscando diversión. La libido, los condones, el alcohol y las drogas eran parte del paisaje noctámbulo. Y era divertido. Todos teníamos un lugar. Para todos había un rincón donde expresarse sin tapujos ni convencionalismos. Incluso para nosotros, los “bebés” del ambiente. Los que no necesitamos de internet, del correo, de espacios clandestinos o de falsas identidades para poder salir de un armario que no hacía mucho tiempo aún seguía cerrado. Todo eso estaba cambiando. Mi generación fue la que se liberó sin tener que liberarse, sin tener que ocultar nada, porque desde adolescentes ya asumimos fidedignamente que podíamos ser parte del mundo sin tener que disimular que nos atraían las personas de nuestro mismo sexo.
Con este telón de fondo conocí a Agustín. Simple: noche de sábado, mi amiga Paula, mi amigo Juan, cervezas callejeras, una pastillita para subir los frenesíes y directo a Sundance a bailar hasta que nos cerraran la noche. Agustín bailaba con dos chicos más como si el mundo se fuera a acabar mañana, y eso fue sin duda lo primero que me llamó la atención. No es que fuera necesariamente un buen bailarín, al contrario, tenía dos pies izquierdos, pero sus ganas, su desenfreno e incluso su humor para hacerlo fue lo que me obligó a coger a mi pandilla y ponernos justo a su lado para movernos al ritmo de The Chemical Brothers y Blur. Cuando se percató que estaba a su lado, me miró a los ojos, me sonrió, me hizo un gesto con su cabeza y me besó. Un beso muy sencillo y humilde. Un beso de sudor y movimiento corporal. Un beso de segundos despistados que pudieron haber sido más largos e intensos. Así y todo, fue el beso perfecto. Su aliento de chicle mentolado y cerveza, sus labios afresados de chapstick y su saliva agitada y benevolente me revolotearon por todo el cuerpo. Por toda la piel. Por todas las células y neuronas. En solo segundos, ese beso me cambió la vida, aunque en ese instante aún no lo supiera.
Durante los primeros meses, todo fue corazones y arco iris. Nos sentíamos enamorados a reventar. Era un amor lleno de ilusión, indiscutible e inocente. Era un torbellino de hormonas desesperadas de coqueteos y amores juveniles. No éramos niños, tampoco adultos. Estábamos justo ahí, entremedio de aquel instante de la vida en que sólo te importa el ahora. Y ese ahora éramos nosotros dos. Y nadie más. Sentíamos y sabíamos que lo nuestro no sería un desliz o una relación de tira y afloja. A pesar de nuestra corta edad, sabíamos que habíamos conocido a nuestra otra mitad. Si tocaba asumirlo de manera tan responsable y adulta o no, no era discusión. Nos sentíamos afortunados. Y durante esos primeros meses disfrazamos el amor que comenzábamos a construir con sexo enloquecido, noches de jolgorio y días de playa y tapeos. La universidad y los estudios habían pasado a segundo plano, y las pocas responsabilidades que teníamos con nuestras familias y nuestro entorno eran insignificantes. Solo importaba nuestra amistad, nuestro romance, nuestra aventura. Durante aquellos primeros meses lo dimos todo y más. Nos entregamos el uno al otro por completo. Y esta fue la base de todos los años venideros: de todos los momentos mágicos que nos tocaría vivir, y de las dolencias que podrían surgir. Sólo que con esos tiernos 19 años de inexperiencia que teníamos Agustín y yo, no éramos capaces de vislumbrarlos. Tampoco era necesario.
Mis padres conocieron a Agustín un par de meses después de aquel primer beso en Sundance. Antes de ese momento era una nueva cara que aparecía para recogerme en su coche a casa de vez en cuando. Un nuevo amigo. Un amigo especial. Un amigo diferente. No cualquier amigo. Mi madre, como buena madre, no tenía un pelo de estúpida. Ya me la imagino comentándole a mi padre sobre esta nueva cara aparecida que pasaba a buscarme de tanto en tanto. Cuestionando que de dónde habría salido y qué intensiones tendría.
Una tarde de martes, justo después de la merienda, mientras ella se terminaba su café y yo mis tostadas, me preguntó sin rodeos si me gustaban los chicos. Como quién le pregunta a su hijo universitario cómo van los estudios. Como quién le pregunta a un hijo si tiene ganas de ir a visitar a los abuelos el fin de semana. Por dentro me carcomieron la sorpresa y la incredibilidad. Se me ahogaron los pudores y se me retorcijaron las vergüenzas. Por dentro. Porque mi carcasa exterior intentó normalizar cualquier arrebato de inseguridad de una conversación inadecuada o incómoda. Es que con mi madre jamás hablé de sexualidad, de ligues o de mi vida nocturna. Bueno, de nada que pudiese comprometer mi privacidad. Nunca me hizo problemas de horarios o salidas. Asumí que confiaba a ciegas en mí. Por lo tanto, cualquier respuesta que le diera, debía ser bajo esa misma confianza. Y por suerte lo hice así.
- Pues mira, que quieres que te diga, soy maricón – usé esa palabra tan inadecuada, solamente para entramparla en su reacción. Se quedó pensando unos segundos mirando al infinito. Segundos que parecieron minutos y horas. Ella seguía revolviendo su taza de café vencido. Yo seguía untando mantequilla sobre una tostada negra y fría.
- ¿Estás seguro? – me miró de reojo con una minúscula sonrisa. Mínima, pero que me demostró todo.
- Si mamá. Soy gay – le respondí seguro. Valiente. Asumido.
- Pues mira, mientras tú seas feliz, te cuides y termines tu carrera en la uni, yo soy y seré la madre más orgullosa de toda esta ciudad – y de sonrisa minúscula, pasó a sonrisa de madre eterna.
Hasta el día de hoy ese abrazo con mi madre lo sigo sintiendo. Lo sigo amando. Lo sigo cuidando como uno de los recuerdos más dulces que ella me pudo haber regalado.
Ese sábado por la tarde Agustín entró en casa de mis padres por primera vez. Como mi novio. Mis padres lo trataron como uno más de la familia, con total naturalidad. Y Agustín se sintió como tal. Mi padre sacó un buen vino. Había que celebrar que su hijo era uno feliz. Y que después de un par de horas de conocer a Agustín, un chico bueno, despierto, afable y honesto, pues no quedaba más por pedirle a la vida. Es que los padres son padres cuando respetan la felicidad de su hijo, cuando la ven bien encausada, con los valores que inculcaron y con las enseñanzas que infundieron. Y Agustín vivió por primera vez lo que significa una reunión familiar de cariños, respetos, conversaciones y risas. La familia de Agustín era todo lo contrario.
Agustín Palermo Sarmiento. Su padre era el director general de una poderosa compañía inmobiliaria. Su madre era la encargada de recursos humanos de una importante universidad internacional. Sus hermanos mayores eran todos profesionales consagrados. Y él, pues él se sentía la oveja negra por el simple hecho de ser gay. No es que intentase demostrarles nada, al contrario, su rebeldía de calificaciones insatisfactorias y su bagaje nocturno era para sus padres parte de tener a un hijo descarrilado, pero que tarde o temprano se pegaría una caída que lo haría madurar. Así y todo, Agustín siempre tuvo el coche que quiso, la ropa que quiso y las comodidades que quiso. Pueden llamarlo despreocupación, pueden pensar que eran unos descariñados de su hijo pequeño. Pero la verdad, y nos faltaron años para entenderlo, era que no querían aceptar que tenían un hijo “rarito”, un hijo desviado, un hijo incomprensible. Un hijo maricón. Y aquí es donde esa palabra cobra un sentido tan desproporcionado como irreverente. La familia de Agustín era aquella clásica familia acomodada y homofóbica. Era más fácil taparse los ojos con una venda que intentar aceptar y entender que su hijo no era quien ellos hubiesen querido.
No había nada ni nadie que nos detuviese. Agustín y yo, año tras año, nos hacíamos indestructibles como humanos y como pareja. Como dos individuos que decidieron estar juntos, que optaron por necesitarse, por ser parte uno del otro. Eso era amor. Del bueno. Del sabio. Del trascendente. Del unificador. Eso era amor. No había otro. Y más aún, no quisimos nunca que hubiese otro tipo de amor. Ni su descuidada familia, ni mi familia impregnada. Ni otros niñatos o viejotes que coqueteaban con nosotros sin recato en noches de bares y discotecas. En noches de baile, droga, sexo y desenfreno. Nada nos detenía. Nada nos impediría tanta felicidad. Nos sentíamos dueños del mundo, bueno, de nuestro mundo al menos. Pero era suficiente para sentirnos tan felices juntos como nos sentíamos. Gloriosos años mozos de ventipocos. Maravillosa época.
Llevábamos juntos 7 años. Habíamos tenido desencuentros, como cualquier pareja, pero que solamente nos fortalecían. Hacía tiempo que ya vivíamos juntos en un pequeño departamento muy céntrico. Nos había costado mucho armarlo, pero lo teníamos bonito, acogedor. Con una pequeña terraza que nos permitía tardes de sol veraniegos y descanso. Era nuestro refugio. Agustín trabajaba en la empresa que dirigía su padre, como controller financiero y yo era profesor de secundaria en una escuela pública. Teníamos a Ofelia, nuestra gata. Él cocinaba más que yo, pero yo me dedicaba a dejar la cocina limpia. Él se encargaba de ir al supermercado y yo de dejar todas las compras ordenadas en la alacena. Él se dedicaba a hacer cada semana la colada y yo del planchado de cada camisa. Paula, Juan y el resto de los amigos que fuimos cultivando aquellos años, se venían a casa los sábados por la tarde y salir luego donde nos llevara la noche. Por aquellos años, las pistas nocturnas se hacían cada vez más degeneradas, más altaneras y codiciosas. Y no, no es una crítica. Nos gustaba la noche. Nos gustaban sus luces de neón, sus músicas apabullantes y sus sustancias mágicas que nos hacían bailar, sudar y gozar cuando superas los límites de la imaginación y de la seducción que todo aquello conllevaba. Aprendíamos a reconocer y saborear todos aquellos alucinógenos que nos ayudaban a durar más de lo que al cuerpo le correspondiese. Más de lo que las libidos lo permitiesen. Más de lo que los furores lo hubiesen querido. En fin, ya habíamos curtido el amor placentero y habíamos acostumbrado la amistad súbita. Ahora comenzábamos a explorar los límites de todas aquellas pasiones que nos cautivaban. No es una crítica, insisto, estábamos en la edad de ensayar y experimentar, porque nuestras almas jóvenes aún no se alarmaban con tanto desenfreno. Teníamos algo de experiencia, algo de madurez y algo de conocimiento como para advertir cuándo y cómo poner el freno. Y como Agustín y yo nos cuidábamos el uno al otro con soltura y destreza, aprendíamos a cuidarnos con estas nuevas peripecias corriendo por nuestros bazos sanguíneos y nuestras neuronas. Con tino y sabiduría.
Fue en esa época de locuras insubordinadas que comenzamos a sentir la necesidad de más, de nuevos límites y de nuevos rincones que no sabíamos que existían, pero que estaban comenzando a tener forma delante de nuestras narices. Cada uno tenía su sueldo y sus prioridades claras. Mi profesión, al menos, era un pilar que me permitía tener la vida que en ese entonces quería tener y hacer lo que me apasiona, que es enseñar a jóvenes preadolescentes sobre física, biología y matemáticas. Sin embargo, Agustín tenía las prioridades algo trastocadas. En principio yo era su pilar, luego nuestra Ofelia, y en últimos planos su familia despreocupada y su lugar de trabajo adquirido por obligación. Nunca tuvo que luchar demasiado dentro de la empresa que dirigía su padre. Por lo tanto, para él el trabajo no era más que un mero trámite. Así y todo, estábamos alineados sobre una cosa: Las drogas – y la inversión que había detrás de ellas – eran simplemente una prenda más que nos ayudaba con nuestras noches orgullosas y lindantes. Cocaína, anfetaminas, meta-anfetaminas, éxtasis y alguna otra por ahí. Teníamos a nuestro camello amigo que nos vendía a domicilio de tanto en tanto. Para contextualizar, en vez de propulsar borracheras con alcohol, que te dejaban con una resaca intransigente, lo hacíamos con estupefacientes que nos dejaban con un pequeño sabor amargo y algo de desconsuelo que aprendimos a manejar para que no nos afectara a lo largo de la semana. Eran de uso social y punto. Nunca en días de semana. Nunca en momentos que no fuesen con los amigos de siempre, en los locales de siempre y con las músicas de siempre. Y aprendimos a controlarlos sin que afectara nuestras rutinas o relaciones. O al menos así lo creíamos.
A Miguel lo conocimos en una de las tantas noches de Sundance. Era un chico de belleza efímera y simpatía singular. Un poco mayor que nosotros, se nos acercó seductor de miradas desafiantes y bailes de caderas sensoriales. Agustín y yo ya nos conocíamos los gustos. Nuestros sexos ya los veníamos compartiendo con amantes pasajeros, a veces sin nombre, a veces sin siquiera rostros. La noche era así, astutamente abierta y abiertamente astuta. Los tríos, los cuartetos y las orgias eran parte de aquel paisaje que usualmente comenzábamos de noche y que terminábamos de tardes y madrugadas recónditas. Aquellos estupefacientes desinhibidos nos ayudaban a mantener un ritmo desenfadado y promiscuo. Porque sí, porque la vida sexual que experimentábamos al unísono, después de unos años, la comenzamos a compartir con otros sin restricciones y sin arrepentimientos. Agustín y yo habíamos construido un lenguaje tan propio, que los terceros pretendientes ni se atrevían a corromper, porque ni él ni yo queríamos dejarnos corromper. Nuestra relación era mucho más profunda, a esas alturas, como para dejar que otra persona, fuera de nosotros mismos, pudiese siquiera seducir nuestra relación inscrita de años. Era entretención, sana, insana, insuficiente o desmedida. Llámenlo como quieran. Pero nos divertía. Al final, esa era una de las razones que nos mantenía unidos: la diversión. Y el sexo es divertido.
Esa noche Miguel nos acompañó a casa. Nos seducimos de lenguas absueltas y roces empoderados. De turbulencias eróticas y empalmes indulgentes. Y de conversaciones abundantes y momentos de chistes propios construidos de a tres. Porque el sexo es aún más divertido, cuando le conoces la labia y el pensamiento a quién te acompaña.
En medio de esas conversaciones de risotadas cándidas, alrededor de las 8.30 de la mañana, Miguel, sin preguntar ni avisar, saca de un bolsillo escondido en su cazadora una pequeña pipeta de vidrio y una bolsita plástica con una pequeña roca blanca y resplandeciente. Con Agustín no quisimos pasar por inexpertos, ni tampoco como incrédulos ignorantes. No preguntamos nada. Nos sorprendió su autocomplacencia porque con tal soltura comenzó a moler lentamente aquella roca provocativa, sin preguntarnos si accedíamos o no a lo que fuese que estuviera haciendo. Como un científico experto, dejó caer sus pequeñas arenillas sobre el orificio de la pipeta. Nos pidió un mechero. Encendió de calor aquella roca sólida, que en un santiamén se transformó en humeante líquido. Lo aspiró. Inhaló como un experto empedernido aquel humo blancuzco y desorbitado. Lo mantuvo escondido unos segundos en sus pulmones, o quizás dónde, y exhaló bocanadas del mismo humo. Esta vez más sobrio y contagiado. Sonrió. Una sonrisa deleitable y leal. Nos miró. Nos ofreció lo que quedaba en aquella pipeta. Accedimos, otra vez, sin preguntar. Sin una minúscula fracción de grima o vacilación. Fue sinérgico. Fue espontáneo. De aquellas dudas que se te incrustan en el cerebro porque te aprontas a algo totalmente desconocido, pero atractivo. Algo de miedo. Algo de impaciencia. Algo alarmante. Algo intensamente seductor nos invadió los pensamientos y la bien ponderada intensión de preguntar qué se ocultaba por dentro de aquella pipeta. Qué era ni de dónde provenía aquel polvo tumbado y extasiado dentro de aquella pipeta de vidrio quemado. Fue como si no nos importara experimentar lo inexperimentable. Las dudas se obviaron cuando Agustín cogió aquel mechero y aquella pipeta de contenido inexplorado, ambiguo, seductor y fascinante. Repitió los mismos pasos que Miguel. Inhaló, aguantó y exhaló. Y sonrió. La misma sonrisa noble y amena que provenía del rostro de Miguel y que seguía ahí, intacta. Y me obsesioné en silencio por plagiarla. Y lo hice. E inhalé. Y aguanté. Y exhalé. Una sonrisa floreció por todo mi cuerpo. Mis pupilas se dilataron de un desconocido, pero alucinante placer. Me engatusé de sensaciones inhóspitas que circularon por mis emociones y mis encantos. Me abracé de erecciones sedientas de más sexo. De más poder. De más exaltaciones. De nuevas exaltaciones. Nunca vividas. Nunca desbloqueadas hasta ese momento de bocanadas dulces y enigmáticas. Esa madrugada fue una bomba de goces sumisos. Esa madrugada fue una suerte de renacer respecto a nosotros mismos, porque nos visualizamos con otros ojos y otras sensaciones indescriptibles. Y las disfrutamos. Mucho. Quizás demasiado.
Es que la mente es un órgano viviente y fascinante. Sus filosofías, sus paradigmas, sus percepciones y sus entendimientos de la realidad no se atreven a jugar con nuevas situaciones inusuales. Porque la acostumbramos a ciertas rutinas y la adiestramos para que perciba el entorno de una manera individual y abstracta, pero tangible y sólida. Le enseñamos a crear nuestros espacios y tiempos y la educamos para que sea abierta y tolerante dentro de nuestros propios juicios y prejuicios. Y así avanzamos. Así crecemos. Así nos entendemos. Hasta que algo cambia en nuestras mentes cuando la retorcemos y la robustecemos de sensaciones que jamás creíamos podríamos experimentar. Y cuando esas sensaciones nos dan un placer inaudito, una vivencia inexplicable o un sentir opulento, es cuando nuestra mente se abre a otras filosofías, a otros paradigmas, a otras percepciones y a otros entendimientos.
Esa roca juguetona, ese humo travieso y esas sonrisas corpulentas fueron, aquella madrugada, lo que cambió y ajustó nuestras filosofías, paradigmas, percepciones y entendimientos. Sobre todo, en Agustín.
Averiguamos con nuestro camello amigo si nos podía conseguir de aquella roca intrépida, que no pudimos sacar de nuestra cabeza durante toda aquella semana. Tampoco es que lo hubiéramos intentado. Hablamos con Miguel, a ver si nos podía conseguir un poco más y nos dio el contacto de su dealer. Nos aconsejó que no abusáramos mucho de ella. En la conciencia sabíamos que sí, solo que en el inconsciente no estábamos tan claros de cuánto cuidado queríamos tener respecto de aquella pócima. Mágica. Sorprendente. Excitante. Traicionera.
Compramos una pipeta de vidrio en el estanco de la esquina. Ese sábado en la tarde no invitamos a ningún amigo, tampoco planificamos algún panorama, fuese de día o fuese de noche. Queríamos con Agustín una noche de nosotros dos y esa pequeña roca amiga que quisimos conocer más de cerca. La transformamos en polvo estelar y la vaciamos sobre nuestra nueva pipeta. Realizamos toda la rutina que Miguel nos había enseñado días antes. Con menor recelo y mayor empatía. Y después de dos o tres caladas, ese humo fantástico que comenzó a revolotear por dentro de nuestros huesos, de nuestras fibras y nuestras almas, nos invitó a dar un viaje bidimensional. Tridimensional. Multidimensional.
Debían ser días de sol. El verano se estaba acercando a pasos agigantados. Sin embargo, entre Agustín y yo comenzaba a asomar una capa de neblina frígida y gris. Los sábados comenzaron a ser sábados en nuestra casa acompañados por una pipeta y gramos de aquella roca empedernida. Poco a poco comenzamos a encontrar en las redes camaradas, como Miguel, que se apuntaban a noches de ese humo que nos llevaba a un vuelo que al principio era divertido y constante, pero que con el tiempo parecía ser más majadero. Al menos, yo comencé a notar como aquella nueva rutina de ocio comenzaba a escaparse de mis manos. Llegábamos a fin de mes más apretados con las cuentas, dormíamos poco y los amigos de la vida comenzaban a ser menos frecuentes, para dar paso a otros colegas apalancados en las mismas tónicas que ya veníamos acostumbrando: noches y días de humo encerrado, de inhalaciones contundentes, de risas turbulentas y de sexo desmedido. Se venía un arrebato de consecuencias adversas, que estoy seguro pude prever, pero mi abultada necesidad de repetir momentos de rocas desparasitadas me dejó ciego por un par de meses. Durante ese verano, con esas vacaciones extendidas que tenemos en el rubro de la enseñanza escolar, pude denotar con mayor precisión cuánto momento perdido estábamos cotizando con esta nueva forma de pasar el tiempo muerto. Sí, había risas. Sí, había sexo. Sí, había placeres. Pero todo ello encubría algo que aún no estaba dispuesto a afrontar, pero que tarde o temprano tendría que asociar para reivindicarme. Conmigo mismo y con Agustín.
No voy a justificarme, porque no tengo moral para hacerlo, pero es cierto que durante aquel verano nos oscurecimos con ideas efímeras sobre el significado del deseo y la diversión. En un principio todo lo nuevo tiene su mérito. Experimentas la fiesta y el holgazaneo de forma diferente y cautivadora. Pero con el pasar del tiempo, las repeticiones constantes bajaban la intensidad de aquel fervor que comenzábamos a apreciar, por lo que la solución - ilógica – era repetir una y otra vez el desosiego que aquellas bocanadas de roca trascendente nos llenaban el cerebro en búsqueda de más sensaciones para repetir ese placer sometido. Que no llegaban a ser más nuevas, porque eran las mismas. Jurábamos que gracias a esa roca intransigente volveríamos a pasárnoslo de puta madre. ¿Pero saben? La adicción que teníamos hacia ella nos nublaba la visión y el entendimiento de que íbamos cayendo por una pendiente empinadísima. Y tenía que poner freno.
La realidad, aunque me cuesta asumirla, es que nunca me consideré un adicto a algo, hasta esos días de verano.
Una calurosa tarde de agosto, varados en nuestra terraza, ahumados y colocados de esas sensaciones indiscretas producto de la roca promiscua, pegados a nuestros móviles buscando colegueo para pasar la noche de viajes multidimensionales oscuros, encontramos a Sebas. Tocó a la puerta un chico delgado, alto y rubio. Era juguetón de mirada y entrepiernas. Su voz misteriosa nos invitaba a conocerlo con imprudencia y soltura. Fumábamos caladas de aquella roca severa, hecha líquido y condensada dentro de nuestros cerebros encascados. Nos besábamos. Volvíamos a inhalar un poco más. Nos desnudábamos. Y exhalábamos ese humo corrompido sobre los cuerpos de los otros. Agustín poco a poco, comenzó a cambiar su rostro. Un rostro que jamás había visto en él. Que las pupilas estuviesen dilatadas casi del tamaño de su iris era lo de menos. Las venas perspicaces se le comenzaron a asomar por la frente. Su color de piel tostado se transformaba en uno rojo chillón. La saliva que le comenzaba a caer desde la boca hacia el mentón. Sus gestos brutos deseando que se lo follen como un animal, sus latidos problemáticos y sus sudores rancios y ácidos. Esa visión de un Agustín que no era mi Agustín me cayó como un balde de agua fría, y de colocón pasé a un bajón severo de practicidad y alarma. Agustín parecía fuera de sí, comenzó a gritar y a sollozar sin explicación, a retumbarse de movimientos epilépticos, piel erizada y tics infecciosos de cólera y alteración. Nunca lo había visto así. Ni a él, ni a nadie. Y me asusté. Un incómodo miedo a lo desconocido comenzó a invadirme la lucidez. Sebas también se percató del reaccionar intrépido de Agustín y de mi reaccionar impávido. Me ayudaba a calmarlo y detener sus movimientos inexplicables, pero Agustín no reaccionaba, no se dejaba amansar. Gritaba en silencio por ayuda, pero gemía a regañadientes que lo dejásemos en paz. Aullaba exigiendo que alguien se lo follara, pero chillaba insolente que ni lo tocáramos. Intenté darle zumo de naranja, intenté llevarlo hasta una ducha de agua fría, pero parecía que nada podría controlar su enajenado actuar destemplado e improviso. Hasta que media hora después, de un segundo a otro se calmó, me miró a la cara, le brotó una lágrima por la mejilla y se quedó dormido profundamente, como un bebé recién nacido después de su primer gran llanto.
A la mañana siguiente Agustín despertó a mi lado; y yo sin haber pegado un ojo en toda la noche. Después de aquella escena había quedado preocupado, ofuscado y nervioso. Reflexioné sobre aquella roca traicionera. Debía ser ella la provocadora de tan desastroso frenesí que descompuso a mi Agustín.
- ¿Recuerdas lo que pasó anoche? – le pregunté con aprehensión.
- Pues muy poco, la verdad… ¿qué pasó con el chaval que vino anoche? – respondió con voz resacosa.
- Después del espectáculo que diste, le pedí que se fuera. Te traje a la habitación y quedaste sobado – le dije resignado.
- ¿Espectáculo? –
- Agustín, lo de anoche fue muy bizarro, estabas echo un engendro, como si algo rancio se hubiese apoderado de ti. No sabía si llevarte a urgencias. Esa puta mierda que nos estamos metiendo nos está comenzando a hacer daño, cariño. ¡Debemos dejarlo! –
Pero esa noche no acordamos dejarlo, sino que reducirlo, de aprender a controlarlo como tantas otras mierdas que nos habíamos metido en el cuerpo. Reconocimos que nos gustaba, que la deseábamos, pero que debíamos vigilar las dosis y los momentos de consumo. Y así lo hicimos durante los siguientes meses. Volvíamos a nuestras rutinas laborales, comenzamos a compartir los sábados como lo hacíamos antes, con los amigos de siempre en las calles de la ciudad que la vida nos había regalado durante años. Pero, cuando podíamos, nos escapábamos a casa con algún cómplice desconocido de la noche, y jugueteábamos con la roca indomable que nos ayudaba a liberar tantos caprichos, tantos deseos y tantas irreverencias.
Desconozco si era el calor del verano, pero al año siguiente, en plena época estival de terrazas y ocios, caíamos nuevamente en tardes completas del humo que nos provocaba aquella roca desvergonzada. Que hacíamos polvo, entubábamos en nuestra pipa e inhalábamos como dos niños revoltosos. Si bien, aquel ataque de histeria corrompida nunca más la volvimos a experimentar, poco a poco las ansiedades volvían a comernos las neuronas y la lógica. Gastábamos más de la cuenta en fiestas de terraza clandestina, de sexos descomunales y de aquella roca encolerizada. Ese verano lo extendimos hacia el otoño, y el otoño dejó caer el invierno. Ya no era responsabilidad del verano y el sol, sino que las rutinas nos desplazaron a una necesidad imperiosa de transitar noches enteras acompañados de la roca vulgar y su pipeta de humos multidimensionales.
Una tarde al llegar a casa después del trabajo veo a Agustín en el salón mirando televisión. A esa hora debía estar aun en la oficina, pero estaba ahí, con la piel tiesa, pasando de canal en canal. A su lado, la pipeta reposaba ennegrecida de fuego sobre un cenicero. Sus ojos hinchados y dolientes. Su garganta agarrotada y precipitada. Y con un llanto desprevenido me confesó de la pelea titánica que había tenido con su padre. Comentarios de personajes indescriptibles, sobre un hijo maricón y drogadicto habían llegado a sus oídos. Que, si se sumaban a su poco rendimiento laboral y falta de compromiso e interés con la compañía inmobiliaria, habían colmado los límites de su padre. Optó por el camino de la infracción y rechazo y despedir a su puto hijo que ya no lo sentía como tal. No solo de su puesto de trabajo, sino que de su vida y la del resto de su familia. No hubo ni siquiera una mísera llamada maternal para intentar apaciguar dolores, ni un consuelo fraternal de cualquiera de sus hermanos, todos coludidos, en asumir finalmente que tenían un hermano homosexual. Nada. Su familia literalmente le había dado la espalda por maricón. Tarde o temprano pasaría, lo sabía, sólo que no estaba preparado para entenderlo, ni mucho menos para saber cómo ayudar a Agustín en tan soberbia situación. Me bloqueé de emociones desgarradas, de la incomprensión de una familia tan desdichada y apelmazada y de un Agustín sin consuelo.
Mi sueldo nos permitía vivir tranquilos, pero sin grandes comodidades. Él por su cuenta estaría un tiempo en el paro, así que nos lo podríamos apañar. Mis padres estuvieron ahí para ayudarnos y para abrazar a Agustín como el hijo que era. Pero, así y todo, parecía que Agustín había caído en una depresión inevitable y egoísta. Los primeros meses le quise dar todo el espacio para apaciguar sus penas y encontrar el momento para avanzar y seguir adelante, yo estaría ahí para apoyarlo, pero Agustín tampoco ponía mucho de su parte para reinventarse y asumir que su familia lo había descalificado y desterrado, así sin más. Y los fines de semana ¡Vaya!, pues era la oportunidad de escape que Agustín aparentemente esperaba de lunes a viernes, y yo lo acompañaba porque no me atreví a darle la contraria. Nos encerrábamos en nuestro espacio y encendíamos más de la roca mediocre de la cual ya nos habíamos colgado, pero que nos ayudaba a diluir cualquier pena y cualquier mal rato. Sobre todo, a él. Y nos reíamos, teníamos sexo desenfrenado y nos permitíamos descontextualizarnos por un par de horas. Y yo, yo como un imbécil le seguía la corriente por miedo a no herirlo aún más. Muy dentro de mí, sabía correctamente del daño que estaba provocando, pero mi exterior prefirió mantenerse leal a los sentimientos que le tocaba vivir a mi novio. ¿Es eso amor?
Pasaba el tiempo y la situación no cambiaba. Agustín seguía en un profundo estado de depresión, que no quería asumir. Le aconsejé, en varios tonos, que debía ir a un psicólogo, pero para él sonaba a la ofensa más brusca de todas. Intenté que sus amigos también lo consolaran, pero parecía no importarle ni interesarle ninguna voz de aliento. Lo único que le sacaba sonrisas, eran nuestros fines de semana de jolgorio, lujuria y de rocas invulnerables.
Una tarde de abril salí del cole más temprano. Decidí darle una sorpresa a Agustín llegando antes a casa con una invitación a la exposición interactiva de Frida Kahlo que habían recién inaugurado en el Museo Nacional. Cuando entro a casa, lo veo saldado al sofá, riendo con nadie y hablando solo. Me observa, se ríe y me dice que tenga cuidado, que hay elefantes multicolores en la terraza preparando un concierto de música clásica. Sus ojos estaban desorbitados y sus brazos flotaban como si fueran de papel. Lo cojo de los hombros, y veo que detrás suyo hay media bolsa de roca monstruosa hecha polvo, lista para rellenar la pipa de vidrio nueva que había comprado horas antes en el estanco. Sus alucinaciones sin sentido lo elevaron a un punto de confusión imprevista. Pero se reía, a carcajadas, como si un circo completo estuviese dando un show dentro de su cerebro. Tomé la pipa de vidrio humedecida y la quebré contra el parqué del suelo. Cogí la bolsa de esa roca de mierda y la tiré por el lavabo. En ese momento le cambió el rostro a Agustín, y de alegorías y fantasías, se transformó en uno de expresiones de ceño fruncido y rabietas deformes. Y comenzó a discutir, a gritar, a menospreciar. Sin escuchar, sin apaciguar cualquier mal instante, sin siquiera mirarme a los ojos. Intenté calmarlo con palabras tiernas, pero mi paciencia y su agresividad me obligaron a levantarle la voz por primera vez y frenarle los ímpetus. Pero no se dejaba, él era el dueño de la palabra, y mientras más intentaba callarlo, más mierda y sangre lanzaba desde sus discursos coléricos. Tóxicos. Tal cual lo era esa puta roca.
Un salvavidas a tal discusión sin sentido. Sonó mi móvil. Era un número desconocido. Pensé que sería la oportunidad de hacer una pausa y recapacitar sobre nuestros tonos de voz. Decidí contestar. El color del rostro me cambió en un segundo. Desde el hospital me llamaban porque mis padres habían tenido un accidente de tránsito que los tenía en urgencias. La cara me cambió, porque nadie me supo explicar por teléfono qué tan grave era la situación. Le expliqué brevemente a Agustín que algo malo había pasado con mis padres, que por favor se quedara quieto en casa y que le iría informando de todo. Él, como por arte de magia, cambió sus posturas y me regaló una mirada de ternura y fuerza como nunca le había percibido. Me abrazó con amor y me dijo que todo iba a salir bien.
Mis padres hacía ya unos años se habían jubilado. Tenían buena salud, buena energía y buen corazón. Disfrutaban de su vida de novios eternos. Viajaban, pasaban tardes completas en el parque, iban a la playa y se hacían masajes en los pies por puro placer. ¿Han escuchado la frase que todo padre está orgulloso de su hijo? Pues aquí era al revés, era un hijo orgulloso de mis padres.
Murieron un 16 de abril. Lucharon días, cada uno por su cuenta, pero en conjunto, a sobrepasar el coma en el que ambos habían caído tras ese trágico accidente automovilístico. Mi madre se fue primero, mi padre horas después. Era tanto lo que se amaban, que, si se iban, se irían juntos de la mano. Y no uno primero y otro después. Tuve mucho apoyo durante mi luto, de amigos y familiares, pero debo reconocer que el máximo soporte fue el que me regalaba Agustín cada día. Una sonrisa cálida, un abrazo, un beso, una mirada silenciosa. Eran suficientes para sentir a Agustín sufriendo conmigo, empatizando conmigo y sintiendo conmigo. Sin él esos días de duelo hubiesen sido más amargos. Si bien había perdido a mis padres, mi familia hacía años que también era Agustín, y gracias a él pude entender rápidamente que no quedaba sólo en este mundo. Nunca supe de dónde sacó todo ese impulso tan tierno y positivo. Ni cómo había sido posible que el deprimido por meses, se hubiese transformado en la fuente de energía para ambos tan sólo en días.
Pero toda esa frazada de calor y compresión de mi pareja, a las semanas comenzó a desaparecer. Seguía energético, seguía sonriendo, seguía efusivo, pero las formas eran más altaneras y ridículas. En ese contexto, descubrí una madrugada de miércoles a Agustín despierto en la mitad de la noche ahumándose con esa roca estúpida. Y su puta primera disculpa fue: “lo hago por ti, para que me veas contento y no te pongas aún más triste por tus papás”. Hijo de puta. Me rompió el corazón, aún más de como ya lo estaba por la pérdida de mis padres. Pero no tuve la fuerza de acercarme y repudiarlo. Volví a la cama y decidí volver a quedarme dormido.
A partir de entonces comenzaron las disputas constantes por su consumo desmedido de rocas asesinas. Pero él lo negaba con una voluntad y seguridad que me confundía el alma aún más. Eran gritos diarios y peleas continuas, desde las más ridículas a las más atroces. Discusiones por el orden de la casa, por quién le daba la comida a la gata, por las horas de ocio de Agustín frente al televisor, por ni siquiera ojear el periódico para buscar algún trabajo, y, cómo no, por el uso y abuso de esas rocas envenenadas. Por eso decidí irme unos días fuera para darle su espacio, pero él lo sentía como una amenaza y creía que lo estaba dejando por otro hombre. ¿Otro hombre? ¿A qué nivel había llegado la paranoia?
Me fui a vivir a la casa de mi amigo Juan por un tiempo, pero, así y todo, seguía contactando a Agustín por teléfono, quien me respondía de mala gana, ningún emoticono dulce y repudiando mi supuesta infidelidad. Yo estaba desesperado, busqué ayuda entre amistades y profesionales. Todos intentaron ayudar, pero sin éxito. Es que Agustín estaba abducido por una locura inverosímil. Su cerebro estaba carcomiendo sus sentidos y su visión de la realidad. Y a mi toda esta situación se me estaba escapando de las manos. Tomé una decisión que hasta el día de hoy cuestiono, pero en un momento desesperado, en que se me estaban acabando las soluciones, llamé a su madre y le dije que su hijo necesitaba ayuda profesional, que las drogas le habían generado una adicción desmedida y que yo ya no podía más con tanto peso, que las fibras se me estaban atrofiando y que el corazón me estaba sangrando sin control. Que ya no aguantaba tanto dolor. Pero su madre, la muy perra, me colgó el teléfono como si fuera un indigente. Fue en ese momento que me caí por completo. Me nublé el alma y me confisqué los sufrimientos.
Decidí pedirme una baja médica, y alejarme por unos días a la montaña. Necesitaba desconectar, sobre todo del peso de no haberme atrevido a sacarle los ojos de encima a Agustín y ver cómo se caía cada vez más. A pesar de la distancia, intentaba ir de tanto en tanto a nuestro hogar para confirmar que todo estuviese más o menos en orden, pero nunca con la expectativa de encontrarme a un Agustín sobrio e ileso. Esa esperanza ya la había perdido. Pero en la montaña, estaba seguro, encontraría la claridad para recuperarme y buscar una solución a tanto daño, a tanta tergiversación, pero, sobre todo, a tanta roca mortífera. No dejaría que un puto químico nefasto terminara mi relación, terminara con mi familia ni que terminara con mi vida.
Después de una semana de desconexión, regresé a nuestro piso en el centro de la ciudad. El cuadro era más o menos así: Agustín con unos 15 tíos más, todos follando a destajo, colocados hasta los codos y enceguecidos de sustancias tóxicas impresentables. Puse el grito en el cielo y obligué a todos a irse de mi casa en el instante. Un irreconocible Agustín saltó de entre la muchedumbre como un animal feroz. Me golpeó la cara y me mordió el alma para tragársela sin masticar y escupir los restos. Llamé a la policía, alegué allanamiento de morada y me ayudaron a sacar todos esos cuerpos lánguidos y desalmados. A algunos se los llevaron presos, otros lograron escapar, pero Agustín, como dueño de casa, solo quedó con el sermón advertencia de la ley. A veces hubiese preferido no haber bajado nunca de la montaña.
Esa noche volvimos a discutir ¡Cómo no! Yo era el hijo de puta que lo había abandonado por otro hombre y yo era el desconsiderado que no entendía su situación. Intenté nuevamente con diferentes tonos de voz, en hacerlo entrar en razón, que necesitaba ayuda médica, pero él, soberbio, era incapaz de digerir ayuda, porque no la necesitaba. Y así estuvimos por semanas. Había noches que me quedaba vigilando a Agustín como si fuese su carcelero y otras tantas me iba a lo de Juan porque era incapaz de presenciar cómo se iba marchitando por voluntad y desaprecio. Él organizaba fiestas, se gastaba el dinero que no tenía en comprar rocas mongólicas y otras sustancias tóxicas y se autoflagelaba el cerebro con imprudencia y predeterminación. Llegó un punto en que yo solo observaba. Era un testigo inmóvil de sus intransigencias y descaros. Un cómplice silencioso de su desvanecimiento y descomposición. Y no me sentía culpable. Eso era lo peor. Eso era amor. Del malo. Del ignorante. Del intrascendente. Del quebrantador. Eso era amor. No había otro. Y más aún, en ese momento, no quisimos nunca que hubiese otro tipo de amor.
Una tarde recibo una nueva llamada de un número desconocido. Era del hospital. Pero no era la enfermera de turno, era el padre de Agustín. Había caído en coma mientras se colocaba en una de sus fiestas caseras, algún alma caritativa había llamado a la ambulancia y desde el hospital el único contacto que encontraron en sus bases de datos era el de su familia. Su padre me exigió hacerme cargo, que todo ese espectáculo era responsabilidad mía por la mala influencia que había propagado en su hijo. Y yo le respondí:
- No señor. Hace tiempo que dejé de responsabilizarme por su hijo. De intentar ayudarlo y de intentar reponerlo. Pero hace tiempo que su hijo me dejó de querer y por eso, también dejé de quererlo yo. Ahora es su oportunidad de ser el padre que nunca ha sido para Agustín. Buenas noches –
Esa tarde lloré como un niño pequeño, porque asumí que 12 años de relación se habían esfumado por culpa de rocas tóxicas y el control que forja entre quienes abusan de ellas. Y lloré porque necesitaba el consuelo de mis padres, que ya no estaban. Me sentí sólo por primera vez.
Lo que no te mata, te hace fuerte. Han pasado un par de meses. De Agustín sólo he sabido que está viviendo en la casa de sus padres bajo estricto control. Yo volví a nuestro departamento para recoger a Ofelia y mis cosas. Encontré uno pequeño en el otro extremo de la ciudad. Mi trabajo y amigos me han ayudado mucho para volver a quererme. Gracias a ellos hoy estoy más fuerte. He sabido afrontar enormes obstáculos y sólo tengo 31 años. Tengo una vida por delante. Sé que saldré de este hoyo maldito, de este velo desconocido, de esta telaraña malagradecida. Y estoy seguro de que más adelante tendré una nueva oportunidad de ser feliz. Sé que el futuro me tiene preparada la más bella sorpresa que jamás he tenido. Me lo merezco. Porque mi último gran amor, había sido demasiado tóxico.